miércoles, 15 de junio de 2016

Un poema en el bolsillo



Un poema en el bolsillo Por Héctor Abad Faciolince

Cuando su padre muere asesinado, Héctor Abad Faciolince encuentra, en uno de sus bolsillos, un soneto de Borges. Años después, ante la insinuación de que se trata de un apócrifo, rastrea su origen. El resultado de esa indagación: cinco poemas inéditos.
Agosto 2009

Yo no me acuerdo ya del momento en que esta historia empieza para mí. Sé que fue el 25 de agosto de 1987, más o menos a las seis de la tarde, en la calle Argentina de Medellín, pero ya no me acuerdo bien del momento en que metí una mano en el bolsillo de un muerto y encontré un poema. En este caso tengo suerte; apunté en mi diario, aunque nunca pensé que lo fuera a olvidar, que había encontrado un poema en el bolsillo de mi padre muerto. Ese momento yo ya no lo recuerdo. Todo aquel que haya llevado un diario lo sabe: hay trozos de la vida perdidos en el recuerdo que, sin embargo, la escritura recobra con una nitidez que se parece mucho a la vida.

Como yo no recuerdo bien lo que pasó al caer la tarde del 25 de agosto de 1987, como el recuerdo es confuso y está salpicado de gritos y de lágrimas, voy a copiar un apunte de mi diario, escrito cuando aquello estaba todavía fresco en la memoria. Es un apunte muy breve:

 Lo encontramos en un charco de sangre. Lo besé y aún estaba caliente. Pero quieto, quieto. La rabia casi no me dejaba salir las lágrimas. La tristeza no me permitía sentir toda la rabia. Mi mamá le quitó la argolla de matrimonio. Yo busqué en los bolsillos y encontré un poema.

 Hasta ahí el diario, en la entrada del 4 de octubre del año 87. Después hay algunas citas dispersas de versos del poema, pero en mi cuaderno no transcribo el poema completo. El poema completo lo publiqué después, el 29 de noviembre de 1987, en el Magazín Dominical de El Espectador. Ahí digo, por primera vez, que el poema es de Borges.

¿De dónde saqué yo que el poema era de Borges? No lo sé bien. Lo más probable es que el poema escrito a mano viniera firmado con su nombre, o por lo menos con sus iniciales. Porque esa hoja copiada de puño y letra de mi padre yo ya no la encuentro. Me dirán que eso no puede pasar, que uno no pierde ni bota algo así, un documento tan íntimo, un papel tan importante. Soy desordenado, olvidadizo, a veces indolente. Además, yo salí de Colombia el día de Navidad del año 87, sin pasar siquiera por mi casa a empacar la maleta. Todo se quedó atrás, en manos de una familia enloquecida de tristeza y de miedo. En algún momento el papel se extravió; o alguien, sin pensarlo, lo tiró a la basura como una cosa más entre las cosas. Sin embargo, fuera de la publicación en el Magazín, tengo otra prueba.

Es una prueba tallada en piedra. Se trata de la lápida que pusimos en el cementerio de Campos de Paz, sobre la tumba de mi padre. Se puede todavía ver, o al menos adivinar, el poema, porque incluso las palabras cinceladas en piedra se van borrando, igual que la vida y tal como los sueños.
En la lápida el poema está firmado por unas iniciales: J.L.B. Son las mismas de Borges. Fuera del cuaderno, fuera del Magazín, fuera del mármol, el poema ahora también está impreso en mi memoria y espero recordarlo hasta que mis neuronas se desconfiguren con la vejez o con la muerte. Dice así:


Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres, y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte, y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso, con esperanza, en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo
esta meditación es un consuelo.


Después pasó el tiempo. Mucho tiempo: veinte años. Nadie le prestó atención a este soneto inglés (y digo inglés por su estructura: tres cuartetos más un dístico final). Ni siquiera yo mismo. Hasta que publiqué un libro a finales del año 2006, El olvido que seremos, cuyo título está tomado del primer verso del poema. En el libro yo digo, por otra leve traición de la memoria, que el título del poema es “Epitafio”. Si piensan en el tema del poema y en la lápida del cementerio entenderán de dónde nace la confusión en mi cabeza. En el libro tampoco pongo en duda el nombre del autor. Escribo que el poema es de Borges.

Como el libro fue bastante leído en Colombia, y como el éxito es siempre sospechoso, vinieron los expertos y los suspicaces a decir que el poema era apócrifo, que el poema no era de Jorge Luis Borges, dijeron incluso que yo se lo atribuía a Borges para vender más libros, para poner mi nombre de enano al lado de un gigante. Yo sabía desde antes, desde siempre, que el soneto no aparecía ni en la Obra poética ni en las Obras completas del poeta argentino. La cosa me extrañaba, pero poco me importaba. No me preocupaba mucho el problema de su autoría: el soneto era hermoso, el soneto era importante para mí, y eso era suficiente.

Durante muchos años el misterio y la rabia se concentraron en tratar de averiguar quiénes habían matado a mi padre; me importaba muy poco verificar quién era el autor del poema. En el papel decía que era de Borges, y yo lo creía, o al menos quería creerlo. Como es natural en esa situación, me intrigaba más la maldad que la poesía; menos el enigma de la belleza que el enigma del mal. Al lado de la atrocidad de la muerte, ese pequeño acto estético, un soneto, no parecía tener mayor importancia.

El caso es que las dudas ajenas, y también la ajena maledicencia, acabaron por obsesionarme a mí también. Cuando publiqué El olvido que seremos, yo vivía en Berlín, era invierno y me habían dado una beca para escribir: tenía mucho tiempo. Se me metió en la cabeza que tenía que averiguar de quién era realmente ese poema. El primer despiste, pero también la penúltima pista, me los dio un curioso poeta colombiano, Harold Alvarado Tenorio.

Yo mismo le escribí la primera vez a Harold, yo mismo lo llamé desde Berlín para pedirle que me ayudara a rastrear el origen y el autor del soneto. ¿Por qué lo llamé a él? Porque hasta ese momento, enero del año 2007, la única publicación en español que había, en internet, de ese poema, estaba en un relato de Tenorio en la segunda entrega de la revista Número, del mes de octubre de 1993. El texto lleva el título de “Cinco inéditos de Borges por Harold Alvarado Tenorio”. Allí él cuenta la historia de cómo habrían llegado a sus manos cinco sonetos de Borges, en Nueva York, el 16 de diciembre de 1983.

Según el relato publicado en Número, tres personas presenciaron el milagro: el poeta venezolano Gabriel Jiménez Emán, una bellísima estudiante argentina de medicina, María Panero, y el mismo Tenorio. Cuenta Tenorio que Borges, súbitamente enamorado de María Panero, le dictó a ella los sonetos, en distintos sitios, antes de una conferencia.

Fuente: letras libres

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